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Las mamás centroamericanas que buscan a sus desaparecidos

Aida Amalia Rodríguez Ordoñez está nerviosa. Agarra la mano de su marido Rubén y suspira. Sentada en un comedor de Córdoba (Veracruz, en el Atlántico mexicano), recuerda cuando decidió migrar de Tiquisate (Escuintla) hacia la Ciudad de Guatemala y después hacia Estados Unidos. Tenía 13 años. Era 1979, en medio de la parte más dura guerra.

Amalia Rodríguez cuenta que, al llegar a México, un hombre la vendió. “Aquí está la mercancía”, le dijo a otro. Luego logró huir del que quería esclavizarla y llegó a Veracruz (México), donde conoció al hombre que escogió para ser su pareja desde hace más de 20 años. Con el paso del tiempo, dejó de comunicarse con su familia en Tiquisate, que empezó a pensar que estaba muerta.

Hoy Amalia Rodríguez vive en Puebla, donde tiene una familia cariñosa y estabilidad económica. Al terminar de oir el recuento de su historia, su hija Viviana y su nieto Samuel la abrazan, la acarician. La consienten porque saben que hoy es para ella un día muy especial: encontrará a su hermana Norma y a su sobrina Oneyda.

Rosalba de Huehuetenango busca a su marido Santos Rodrigo Paiz. Foto: Orsetta Bellani

Hace 37 años que no ve a su hermana. A su sobrina, no la conoce. “En estos años la extrañé mucho, ella era la que me cuidaba cuando era niña”, dice Norma, que tenía 10 años cuando Amalia Rodríguez se fue de Escuintla.

Pero en este encuentro, hay una ausencia: falta su otra hermana Reyna, que emigró también huyendo de la pobreza y por las ganas de buscar a su hermana en 1986, siete años después de Amelia. Reyna Rodríguez, la madre de Oneyda, nunca se comunicó con su familia y hoy sigue desaparecida.

El encuentro entre las dos hermanas y su sobrina sucede durante la XII Caravana de Madres Centroamericanas de Migrantes Desaparecidos, una iniciativa organizada por el Movimiento Migrante Mesoamericano (MMM), colectivo mexicano que busca a los migrantes centroamericanos extraviados en su viaje.

El MMM estima que más de 70,000 las personas han perdido contacto con sus familiares durante la migración, secuestradas por grupos criminales o las autoridades. Pero no existen cifras oficiales sobre el número de migrantes desaparecidos en el intento de cruzar México.

Los centroamericanos en tránsito por el país son víctimas de todo; robos, extorsiones, lesiones y secuestros. En 2014, los delitos atribuidos a las autoridades eran poco más del 20%, mientras que en 2015 superaron el 40%, según un informe de la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes (REDODEM), que reúne 17 albergues para migrantes en México.

– Muchos salieron cuando era otro mundo: no había electricidad ni celulares en sus pueblos. Los que desaparecieron más recientemente son los que tememos que hayan sido asesinados, dice Marta Sánchez Soler, fundadora del MMM.

Rubén Figueroa, integrante del MMM, recoge las denuncias de desaparición y recorre México siguiendo los rastros de los migrantes centroamericanos extraviados: busca sus nombres en Google o en las listas de los detenidos en los centros penitenciarios mexicanos; encuentra pistas a partir de la última llamada que el migrante hizo a su familia y sigue los rastros del último envío de dinero que recibió. En los últimos diez años, ha logrado encontrar a 265 personas. En promedio, uno cada quince días.

En cada caso, grabó un video de cada migrante, con un mensaje para su familia. Llevó el video a Centroamérica e invitó a sus parientes la Caravana de Madres Centroamericanas de Migrantes Desaparecidos, para que puedan reencontrarse.

En el caso de Amelia, fue su hija Viviana la que buscó a Rubén Figueroa de MMM para que viajara a Guatemala y buscara a la familia guatemalteca. Su mamá, después de tantos años, ya no sabía cómo contactarlos.

La manta de la ausencia

El 15 de noviembre era un día como los demás en La Mesilla, en Huehuetenango. Una mujer asa elotes mientras un grupo de hombres cruza la frontera con sus bultos, sin pasar por el puesto de migración. La ropa se vende barata y el quetzal vale 2 pesos y 70 centavos. Pero había unas madres que interrumpirían la rutina.

– Agarrá la manta, le dice una mujer a otra.

– ¿Dónde están, dónde están, nuestros hijos dónde están?, empiezan a gritar juntas.

La XII Caravana de Madres Centroamericanas de Migrantes Desaparecidos cruza así la frontera norte de Guatemala, marchando con sus mantas y con las banderas.

Integrantes de la caravana en La Mesilla (Guatemala), frontera con México. Foto: Orsetta Bellani

Ese día empezó el viaje de unos 3,800 km en el que 36 mujeres y 5 hombres recorrieron México en búsqueda de sus familiares migrantes desaparecidos, desde la frontera con Guatemala hasta el Estado de San Luís Potosí y luego de vuelta al sur, hasta el 3 de diciembre. Paisajes, climas y geografías que sus mismos parientes han cruzado en el intento de llegar a Estados Unidos.

– Qué la ola de xenofobia que golpeó a los Estados Unidos no llegue hasta acá, que esta caravana una México y Centroamérica. Los muros que los Trump quieren construir, ustedes los están rompiendo, dice el sacerdote guatemalteco José Luis al recibir la caravana en Frontera Comalapa (Chiapas).

– [La Caravana] es una escuela de formación; muchas regresan a sus países y se hacen activistas, dice el padre, sobre unas mujeres que regresan de la caravana con esperanza, aunque no hayan encontrado a sus familiares ni pistas sobre ellos.

Catalina López, maya kaqchiquel que trabaja en atención psicosocial de familiares de migrantes desaparecidos, toma palabra delante de sus compañeras, antes de que la caravana deje San Cristóbal de Las Casas (Chiapas). Las anima a gritar las consignas durante las marchas, las invita a perder la pena. Les asegura que cada vez que tengan ganas de llorar, encontrarán el abrazo de las demás, que todas allí conocen su dolor.

– Durante la caravana, las mujeres sienten que hay otras mamás que demandan atención y que denuncian, esto les da ánimo y voz para poder exigir sus derechos, dice Catalina López, que integra el Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial (ECAP), un espacio de empoderamiento donde familias de varias regiones de Guatemala aprenden a hablar de su coraje, dolor e incertidumbre frente a la desaparición de su ser querido.

Mujeres de la caravana en San Cristóbal de Las Casas (Chiapas). Foto: Orsetta Bellani

En el viaje, seis mujeres y dos hombres guatemaltecos se integran a la caravana:

Rosalba, de Huehuetenango, busca a su marido Santos Rodrigo Paiz.

David, también de Huehuetenango, busca a su hermano Domingo Marcelino Ramos.

Samuel, de Chichicastenango, busca a su hermana María Mejía.

Martha Julia, de Zacapa, busca a su hermano Juan Luis Zacarías.

La posibilidad de las puertas

– ¿Acaso vio a mi hijo?, pregunta la guatemalteca Manuela de Jesús de Canalito. Enseña la foto de su muchacho, Juan Neftalí, a una mujer que vive a lado de las vías de Villa Estación Chontalpa (Tabasco).

Las madres centroamericanas van tocando puertas, caminan de casa en casa recorriendo las vías del tren de carga llamado La Bestia. Los migrantes lo siguen utilizando a pesar de que el Plan Frontera Sur, al incrementar los controles en las vías, empujó al 75% de ellos a tener que confiar sus vidas a un traficante de personas.

En algunos casos, el trabajo de campo de las mujeres y el aporte de los pobladores locales regalan pistas que permiten emprender búsquedas exitosas.

– No está fácil recordar caras, hay muchas personas que pasan por acá, dice una mujer de la caravana a otra. Pero su esperanza algunos vecinos reconocen en las fotos los rasgos de alguien que transitó por allí, que les pidió un vaso de agua, o que tal vez se quedó un rato en la zona trabajando.

En su recorrido por México, la caravana está visitando penales y albergues para migrantes. Durante la estadía en el comedor y albergue de Las Patronas –un grupo de mujeres de Amatlán (Veracruz) que pasan comida a los migrantes que viajan en La Bestia–, las madres de la caravana corren afuera cuando escuchan el silbido del tren. Quieren verlo para acercarse a la imagen de sus hijos viajando en el lomo de La Bestia.

En Bojay (Hidalgo), el maquinista invita a las mujeres a un breve recorrido.

– Acepté (subirme) para sentir qué pueden sentir los migrantes al viajar allí, y sí me emocioné, dice Reyna Elisabeth, una joven de Ixcán (Quiché) que busca a su mamá, Irma Vicente García, desde hace 10 años.

Busca a su mamá desde hace 10 años.

Integrantes de la caravana en actividades de búqueda en Villa Estación Chontalpa (Tabasco). Foto: Orsetta Bellani

La caravana está encontrando estudiantes y escuchando con escepticismo las promesas de los representantes de las instituciones. Las madres se están reuniendo con organizaciones de familiares de desaparecidos mexicanos: personas que traen su mismo dolor, víctimas de la misma ‘guerra al narcotráfico’ que golpea a los migrantes.

A menudo las mujeres de la caravana hablan entre ellas de sus hijos extraviados, intentan imaginar qué estarán haciendo en aquel momento.

– Estaba muy enferma de depresión por no saber qué dolor está pasando mi hijo, tal vez tiene hambre o frío, dice Irma Yolanda, de Boca del Monte, quien busca a su hijo Gerber Estuardo García Pérez.

– Desde que estoy en la caravana estoy un poco mejor.

A veces las madres cantan, otras rezan, a veces lloran o se ríen.

– Las mujeres con hijos desaparecidos tenemos una laguna en la cabeza. Perdimos cosas, nos ponemos las camisetas al contrario, se nos olvida todo, afirma una mujer de El Salvador, entre las risas de sus compañeras.

– Pero por lo menos nos reímos, y reír cura el alma.

Artículo publicado por Nómada el 15.12.2016

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